«Cuando más brilla el mundo de las mercancías y de los valores en el mercado, menos vale y menos importa el ser humano» – Ernesto «Che» Guevara
La industria cultural
Desde la segunda mitad del siglo XX son muchos los estudios que desde el pensamiento crítico llaman la atención sobre la capacidad productiva y reproductiva de los medios de comunicación. Las grandes corporaciones de la comunicación producen y reproducen la cultura y, a través de ella, realidad. Si los marxistas heterodoxos de la Escuela de Frankfurt, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, entre otros, pusieron de relieve y analizaron la industria cultural, «die Kulturindustrie», como el proceso de producción técnico-industrial de la cultura masificada, hoy resulta evidente que las industrias de la comunicación y la publicidad, del arte y el entretenimiento, del turismo y la gastronomía, obtienen suculentos beneficios produciendo mercancías culturales como cartones de leche o latas de conserva. No obstante, lo que sigue sin resultar tan evidente es que estas mismas industrias producen a su vez representaciones, disposiciones subjetivas individuales y colectivas, que prefiguran y estandarizan estilos de vida asegurando el consumo masivo de todo tipo de mercancías, incluidas las culturales.
La política como industria cultural
La política, en el siglo XX, no permaneció ajena a la representación industrial prodigada por los medios de masas. Esta integración en la industria cultural, iniciada en los Estados Unidos, tiene mucho que ver con el paso, que desde entonces apunta como tendencia en los países capitalistas desarrollados, de la Política, con mayúscula, a la política, con minúscula, esto es, con el paso de la política entendida como constitución de la comunidad política -la unidad Estado y sociedad civil- por la ciudadanía activa -el pueblo auto-organizado en su versión democrática, ya sea robespierreana o marxista- a la política banalizada y vacía que abandona el destino de dicha comunidad a los designios del mercado y en el que, a su vez, ese mismo abandono es legitimado mediante una democracia liberal constituida en espectáculo de diferentes opciones de «partido» reducidas a meras marcas publicitarias consumibles por una «ciudadanía» pasiva. El dilema entre Política o política, de fondo, no es más que el dilema entre soberanía del pueblo frente a los mercados -i.e., democracia- o soberanía de los mercados frente al pueblo.
Bajo el dominio de esta representación industrial de la política se impone la exigencia de la «visibilidad mediática». La queja reiterada del militante que, en la reunión o asamblea de turno, alude a la «ausencia» continuada de su organización en los medios de comunicación, o la obsesión de las propias organizaciones sociales, políticas, sindicales, etc. por conseguir una espacio en los periódicos o unos segundos en la televisión, son signos de esta exigencia inherente a la política industrializada. De hecho, gran parte de la ciudadanía ajena al compromiso político y social directo -a la militancia, para usar el término clásico- tiene como único nexo con la política, justamente, el espectáculo industrial prefabricado hecho de campañas publicitarias millonarias, tertulias televisivas superficiales y mediocres, etc. Para cualquier formación política, pues, el imperativo de darse a ver es el imperativo de «existir», al menos para esa mayoría de ciudadanos despolitizados que no participan de organizaciones y movimientos políticos, sociales, sindicales, etc. Esta obsesión de darse a ver, no obstante, como vamos a ver, tiene su lado perverso.
El «éxito» de Podemos
En nuestro país, recientemente, se ha puesto de relieve la importancia de esta «visibilidad mediática», así como del diseño audaz de una marca publicitaria, para entrar en el escenario político de mercado. Nos referimos a la irrupción del profesor, presentador y tertuliano Pablo Iglesias en los canales de Atresmedia y al diseño de la marca Podemos. De hecho, el fenómeno Podemos sólo se hace comprensible en un contexto dominado por la representación industrial de la política como espectáculo.
Los resultados electorales de Podemos en las pasadas elecciones europeas no son la expresión en la urnas de la auto-organización popular en los barrios y centros de trabajo, no son consecuencia -dicho en términos gramscianos- de la conformación de un bloque histórico alternativo cristalizado en fuerza social como resultado de una organización colectiva, intelectual y material, de las clases populares o subalternas. No cabe llevarse a engaño: Podemos no es una reedición sui generis del PCI (Partido Comunista Italiano) de los años 60 del siglo breve, tampoco del más reciente movimiento bolivariano en Venezuela. Muy al contrario, Podemos, a diferencia de otras formaciones políticas en el Estado -por ejemplo, Izquierda Unida pero también, en sus ámbitos más limitados, las CUP, Bildu, etc.-, carece de organizaciones de base en las ciudades y pueblos del Estado que, con su trabajo cotidiano, estimulen la auto-organización popular ya sea mediante iniciativas propias o mediante la participación en las múltiples iniciativas populares existentes (redes de solidaridad, sindicatos de clase, plataformas y mareas reivindicativas, plataformas republicanas, etc.).
Esta circunstancia, a día de hoy, delimita claramente la naturaleza de Podemos como marca electoral. En cualquier manual al uso para el diseño de marcas comerciales se señala la importancia de la imagen estética y la comunicación como elementos cruciales para conseguir la identificación racional y, ante todo, emotiva de la masa consumidora con la marca y, por ende, con el producto asociado. A este respecto, no debe pasársenos por alto el detalle de que en la papeleta de Podemos para las europeas figurara la cara de Pablo Iglesias. La envoltura mediática de significaciones que ha rodeado la cara de Pablo Iglesias condensó en el personaje Pablo y este fue clave en el diseño de la marca como tal. El aire juvenil e informal de Pablo Iglesias, su facilidad retórica y, por tanto, comunicativa, su discurso lejano a los cánones discursivos propios de la política institucional oficial, sus mensajes y epítetos claros y fáciles de recordar, su contraposición escénica semanal respecto a personajes que encarnan lo peor del statu quo periodístico (Paco Marhuenda, Eduardo Inda, Fernando Rojo, etc.) han envuelto a la marca-producto con el aura seductor -con la pregnancia, es el término usado por los especialistas- imprescindible a la mercancía mediática contemporánea. El consumo electoral masivo de Podemos en las recientes europeas, ¡más de un millón de votos!, es su éxito como producto-mercancía publicitario en la política espectacular de mercado. En este sentido, no se trata de cuestionar la evidencia de que la opción Podemos fue escogida por un número nada desdeñable de consumidores como consecuencia de su malestar ante la crisis económica y institucional, ante las políticas austericidas, etc. La verdad o falsedad de esta evidencia no cambiaría en nada la naturaleza del asunto. La cuestión clave reside más bien en que gran parte de la «ciudadanía» que optó por la marca Podemos no lo hubiera hecho sin la irrupción estelar previa y continuada del personaje Pablo en el escenario de la política industrial espectacular.
¿Consumo o democracia?
Pero la «visibilidad mediática» en el escenario de la industria cultural es, justamente, el modo en que el capitalismo establece lo dado a ver en mercancía asegurando así su rentabilidad, funcionalidad y operatividad respecto al capital. El brillo carismático de Pablo Iglesias es el brillo de la mercancía Pablo, del personaje Pablo. Su brillo no es diferente al de las estrellas mediáticas hollywoodienses o al de las estrellas musicales, del mundo del deporte, etc. No es broma, quizá el curso de los acontecimientos nos lleve a ver, más pronto que tarde, a Pablo Iglesias compartiendo anuncio de Pepsi junto a Sergio Ramos y Leo Messi o en algún que otro spot junto a Guardiola que venda a los espectadores la filantropía de una u otra entidad bancaria. Si los niveles de audiencia marcan la rentabilidad económica de los medios, el valor o la rentabilidad económica del personaje Pablo, como el de Justin Bieber o el de George Clooney, puede igualmente medirse por su capacidad de captar la atención pasiva del público televidente, así como por su capacidad de inducir al consumo, ya sea de café, fútbol, música o política.
Es justo aquí donde el brillo de la mercancía -su valor o rentabilidad- en los contornos de la política hecha sofística -mero espectáculo mediático o ficción espectacular- se hace funcional a la reproductibilidad del capital. El éxito en la política industrial, lejos de abrir cauces en los que la ciudadanía se conforma a sí en fuerza política -en bloque social y político alternativo- capaz de constituir la comunidad política, constata y reproduce la realidad de un espacio público protagonizado por «ciudadanos» que abdican de la política para abandonarla a la heteronomía del mercado en general y del mercado mediático en particular. Dicho sintéticamente: la industria cultural a la vez que establece una representación de la política fija una representación particular de la «ciudadanía» funcional al capitalismo. El ciudadano con virtud -para usar el término de Robespierre-, que cifraba su libertad en la política como forma de participar y responsabilizarse de una res pública que se afirme frente a las heteronomías del monarca o el mercado, es sustituido, en la política industrial, por el «ciudadano» liberal consumidor que cuelga de unas u otras mercancías publicitarias, descree de la política y considera la respública sospechosa de corrupción, clientelismo, etc.: ¡Abajo la casta!. Aquél se dedica a la actividad sacrificada, hecha de reuniones tediosas y plenas de contradicciones, que caracterizan a los partidos, sindicatos y organizaciones civiles de la izquierda tradicional y no tan tradicional; éste se abandona a la seducción y el consumo de la mercancía mediática del momento -ayer Teresa Forcades, hoy Pablo y mañana ves a saber quién-; sus actividades y asambleas, su compromiso, duran el tiempo equivalente al consumo de las mismas mercancías que los inducen al intento, son fugaces como el brillo de ellas en el mercado mediático. El brillo fetichista del mundo de las mercancías y de los valores del mercado, incluido el mediático, es inverso a la potencia de la res pública como instancia democrática de auto-organización y composición de fuerzas populares activas. Res pública y democracia son sinónimos que decía certeramente el incorruptible.
A este respecto, es del todo sintomática la condición que Podemos puso a Izquierda Unida para conformar una alianza electoral en las pasadas europeas: elecciones primarias abiertas a toda la «ciudadanía». Es, cuando menos, realmente pasmosa la manera en que amplios sectores de la propia izquierda, bajo el argumento de una mayor «democracia» y «participación», se suman a la defensa de este procedimiento estadounidense de elección de candidatos. En las elecciones primarias abiertas, circunscritas en la política industrial cultural, la democracia queda identificada con la mera elegibilidad de los candidatos-productos ofertados y a la participación de su consumo efímero. Democracia y participación, por lo tanto, lejos de entenderse como ejercicio del poder por parte de una ciudadanía con virtud -esto es, organizada y comprometida social y políticamente-, se perciben bajo el rasero del mercado, bajo el prisma del «ciudadano» pasivo que no aspira a realizar otro esfuerzo que la elección y consumo de productos electorales fungibles debidamente empaquetados. Los términos «democracia» y «participación», pues, son comprendidos bajo el estricto rasero del liberalismo pluralista contemporáneo. Izquierda Unida acertó al rechazar la condición de Podemos. Dejarse seducir por este señuelo en el futuro contribuiría a desvalorizar, más si cabe, aquellos valores que son inseparables de la virtuddemocrática y, por ende, de cualquier tentativa de transformación social.
El éxito en la política del espectáculo es el éxito de la política del espectáculo. El éxito de Podemos, desgraciadamente, da más motivos para el pesimismo que para el optimismo. Y es que hoy se requiere más Política y más virtud democrática, menos política y menos consumo.
Escrito un 26 de junio de 2014,
lo publico por su carácter «profético».





