«El aburrimiento es el pájaro de sueño que empolla el huevo de la experiencia. […] Sus nidos -las actividades que se ligan íntimamente al aburrimiento- se han extinguido en las ciudades, han declinado también en el campo.»
– Walter Benjamin
Experiencia empobrecida
Si hay una peculiaridad en la obra de Walter Benjamin es la de acercarse a las pequeñas cosas, a las realidades fragmentarias, marginales, olvidadas de ordinario, como si fueran síntomas, signos que apuntan a algo que, a primera vista, está más allá de ellas mismas. Benjamin coleccionaba tarjetas postales, estampas de dibujos, libros roídos por el tiempo, muñecas de cerámica y, por difícil que resulte creerlo, hablaba largo y tendido con ellas. Tanto daba si eran objetos que habían perdido su valor, su posición, en el mundo. Benjamin las cogía, las disponía unas junto a otras, también junto a sus libros, para leerlas. Todos esos objetos en su concatenación cobraban la forma de un prisma pétreo hecho de pedazos de materia, de trazos sin sentido, y sin embargo, Benjamin las miraba atento, como si de auténticas cifras se trataran, esperando que sobreviniese una iluminación de sentido. En Benjamin el todo enmudecía para dejar hablar a la parte más prosaica. El todo ya no hablaba acerca de la parte, ésta ya no era manifestación expresiva suya como en Hegel, sino que, por el contrario, el todo, su tiempo, se iluminaba, aunque fuera en el instante de un respiro, en el fulgor de un relámpago, a partir de lo nimio y descartado. Es bajo esta mirada que una cita de Baudelaire junto a otra del viejo revolucionario Blanqui, unos maniquíes o una hilera de zapatos idénticos en el escaparate, podían acabar por constituirse en auténticas cifras que, debidamente descifradas, iluminasen algo del tiempo que las contenía.
Uno de los lugares de constante preocupación benjaminiana señalados por estos objetos sintomáticos es el de la crisis de la experiencia en la sociedad moderna. Ya en sus textos tempranos, por ejemplo en Sobre el programa de la filosofía venidera (1918), Benjamin asume la función crítica de la filosofía de Kant consistente en pensar las condiciones de posibilidad pero para volverla, en un gesto materialista, en contra del propio filósofo ilustrado de Königsberg. Benjamin percibe que la experiencia en la filosofía kantiana se encuentra devaluada en la misma medida en que es reducida, encorsetada, a su aspecto físico-matemático. Dicho de otro modo, Kant sólo era capaz, a ojos del joven Benjamin, de concebir la experiencia constituida por un sujeto trascendental pensado y concebido para dar cuentas de las condiciones de posibilidad del conocimiento en la física newtoniana. De aquí que esa “experiencia” (Erlebnis) para Benjamin no pasase de ser un sucedáneo empobrecido de la experiencia (Erfahrung). Pero los límites del filósofo de Königsberg no terminaban ahí. Si el sujeto trascendental kantiano, justo por ser trascendental, se establecía en una instancia universal y necesaria, en una realidad independiente de la contingencia histórica, entonces también la experiencia constituida en dicha instancia acababa por considerarse como universal y necesaria, como independiente de la historia. La hipostasía del sujeto trascendental se troca irremediablemente en hipostasía de la experiencia. Walter Benjamin reaccionará contra esta hipóstasis, de modo original, nada más y nada menos que historizando el sujeto trascendental, convirtiéndolo de instancia constituyente en instancia constituida. Así pues, para Benjamin, nuestras propias coordenadas estéticas, nuestro sensorium, esto es, nuestros modos de sentir, percibir, de vivir el espacio y el tiempo, son históricas, están estrechamente ligadas a esas condiciones materiales de existencia que cambian con el curso de la historia. El ámbito trascendental que hace posible y, al mismo tiempo, configura la experiencia es desplazado en Benjamin, por tanto, de una subjetividad formal, abstracta e hipostasiada a la materialidad social e histórica, de modo que, finalmente, en un reverso sui generis, aquélla acabará por ser transfiguración de ésta. Esta problemática de la crisis de la experiencia atravesará toda la obra benjaminiana encontrándose en particular en tres de sus textos fundamentales escritos alrededor de 1936: Pequeña historia de la fotografía, La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica y El Narrador. En estas tres obras se trata de dicha crisis partiendo, respectivamente, de la fotografía, el cine y la novela.
Nosotros vamos a ocuparnos aquí, aunque modestamente, de El Narrador. Ya en su primer acápite esta obra nos sitúa de lleno en nuestra problemática: en los tiempos que corren «la cotización de la experiencia ha caído», la gente, tras la experiencia traumática de la Guerra Mundial, vuelve a sus hogares «enmudecida», «no más rica, sino más pobre en experiencia comunicable»[1]. Algo ha cambiado en la experiencia a raíz del trauma de la guerra. El trauma, ciertamente, no nos deja igual sino todo lo contrario… constituye una experiencia constitutiva. Es más, apunta Benjamin, hizo enmudecer, detuvo el transcurrir de las palabras, del significante… Y dado que de palabras y de la experiencia que se comunica en esas palabras se trata no es gratuito que Benjamin traiga a escena la figura del narrador. Un narrador cuya sabiduría práctica otrora transmitida de generación en generación, cuyos consejos llegados de unos a otros oídos humanos alejados en el espacio y el tiempo, tras la guerra, nos parecieron anticuados. De hecho, asevera Benjamin, ya no había oídos, capacidad de escucha, para el narrador[2]. ¿Qué sucedió para que hubiera este declinar de la experiencia? Benjamin va a intentar dar respuesta a esta cuestión a través de la indagación de una doble transición entre formas de comunicabilidad: de la narrativa a la novela, y de ésta, a su vez, en un paso ulterior, a la información.
El declinar de la narración como síntoma social
Entremos, así pues, en una primera tentativa, en la contraposición entre narración y novela. Si la primera correspondía al universo de la oralidad y la voz, a un mundo de poetas inspirados por la musa, de cantores que formaban parte de la comunidad, la segunda pertenece al universo de la escritura impresa y el libro, al mundo de la imprenta donde surge el autor, ese escribiente aislado, secular, segregado de la comunidad, que perdió el hilo de la tradición hace tiempo. El narrador estaba envuelto por el halo de lo sagrado, su palabra era palabra divina, y aunque sólo fuera por ello tenía consejos que dar y oídos que los escucharan. El autor, o el novelista que para el caso es lo mismo, por el contrario, es un nihilista, es una vida hecha nada y que, no obstante, anhela, tal y como anhelan sus lectores, una pizca de aquella presencia plena, mítica, anterior al trauma. El novelista desea que su escritura proporcione, cuanto menos, un empujoncito a la vida. Además, los protagonistas de las novelas, cómo los que las escriben o las leemos, carecen de consejo y si lo tienen, como el hidalgo Don Quijote, se muestran a los ojos de sus contertulios como locos delirantes. Ya no puede haber consejos, cuentos, moralejas porque, entre otras cosas, tampoco hay orejas dispuestas a escucharlos. Se perdieron para siempre los cuentos en torno a la hoguera, envueltos en ambientes solemnes y mágicos, desaparecieron las historias que con el transcurrir de los años desvelarían sus secretos. Ya no hay, sólo tenemos que mirar a nuestro alrededor, momento para sentarse sobre las piernas del abuelo o en el regazo materno que tanto añoró siempre Benjamin… Ahora bien, para que la escritura impresa y el libro sustituyeran a la oralidad y la voz algo hubo de cambiar en el medio. La narración -sentencia Benjamin, aludiendo por primera vez a la transformación de las condiciones materiales de existencia- pertenece al medio artesanal, la novela al medio industrial, a la ciudad.[3]
Pero demos un pequeño salto y detengámonos ahora, antes de continuar con la narración y la novela, aunque sea rápidamente, en la contraposición entre narración e información. Esto nos va a proporcionar algunas claves importantes sobre la narración. La información, de acuerdo con Benjamin, se caracteriza por su carácter plausible, verificable y actual. Esta triada de rasgos propios de la información está completamente ausente en la narración.[4] Basta leer La pulga de acero de Nikolai Leskov -narrador que Benjamin toma como referencia en El Narrador– para percatarse de ello. La pulga de acero es un cuento con moraleja dispuesto a ser interpretado y reinterpretado una y otra vez, en todos los tiempos. Los relatos de Leskov no cierran el sentido, suscitan una y otra vez la pregunta por su continuación. Pero, además, para nada tiene un carácter plausible o verificable. Sin entrar en muchos detalles, no es nuestra intención aguar la lectura de Leskov a nadie, una pulga de acero del tamaño de una mota de polvo a la que basta darle cuerda con nuestros dedos para que se ponga a bailar no es algo que pueda considerarse ni plausible ni verificable. Sencillamente, una mota de polvo, por un lado, y los dedos humanos, por otro, aluden dimensiones dispares e incompatibles. ¡Qué horrible tener que justificar estas cosas! Pero qué le vamos a hacer si para lo bueno y para lo malo somos modernos… La narración, por tanto, destaca por su insensatez, por su incertidumbre, por sustraerse de lo actual.
Hoy, a través de los modernos medios de comunicación, nos hallamos de lleno bajo esa comunicabilidad que Benjamin denominaba información. En la actualidad cuenta lo actual, lo instantáneo de la noticia, su carácter veraz, desubjetivado, que apela, más ingenuamente de lo que habitualmente creemos, a la descripción nuda de los hechos. Estos rasgos, a su vez, configuran una determinada figura de lector, y de visor, un sujeto al que el rápido transcurrir de las imágenes y las noticias le incapacitan para pensar y escuchar. La información entretiene… ¿cuántos libros leemos por entretenimiento? ¿cuántas películas y series televisivas vemos por entretenimiento? ¿cuántas de nuestras actividades tienen por finalidad el entretenimiento? La información hace que los sentidos quedan presos en la recepción pasiva de lo presentado por los medios. El medio establece el mensaje -que decía McLuhan- antes de que el sujeto pueda reflexionar; el medio, por así decir, piensa y recapacita por nosotros, establece de antemano los sentidos de sus propios mensajes. Si un experimento puso de manifiesto esto que decimos fue el realizado por el cineasta soviético Lev Kuleshov.[5] El cineasta mostró tres escenas protagonizadas por un par de significantes. En la primera escena un plato lleno de sopa seguido del rostro, en primer plano, del genial actor Iván Mozzhukhin. En la segunda escena, una niña muerta seguida, otra vez, del primer plano del actor Mozzhukhin. Y finalmente, en la tercera escena, una mujer atractiva tendida sobre un diván y a continuación, nuevamente, del primer plano del actor Mozzhukhin. Kuleshov pasó la película a tres públicos distintos y todos coincidieron en alabar la gran capacidad interpretativa de Iván Mozzhukhin el cuál supo mostrar en las escenas sucesivas los sentimientos de hambre, tristeza y deseo. La sorpresa, desde luego, vino cuando Kuleshov descubrió que el segundo significante de cada escena, a saber, el primer plano de Mozzhukhin, había sido siempre el mismo. Fue el encadenamiento de los primeros significantes de cada escena a un mismo y único significante el que dotó a éste de diferentes sentidos. El denominado efecto Kuleshov ponía de manifiesto que es el montaje, el automatismo del significante, el que hace brotar el sentido y no, como usualmente se piensa, el espectador. Los significantes por sí solos no significan nada pero a la que se ponen a copular entre ellos formando cadenas, milagro, engendran sentido. Como explicará Benjamin en Sobre algunos temas en Baudelaire o en La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnicala secuencia veloz de «shocks» e imágenes educa los sentidos a la vez que evita el circuito de la reflexión, lo que hace del sujeto un autómata enganchado a la maquinaria informativa, un autómata embelesado en los recortes de sentido producidos y reproducidos una y otra vez. El sujeto de la información, Baudelaire lo identificó ya con el ciudadano moderno de París, es el correlato perfecto del obrero moderno frente a la máquina. Con la ciudad, con la tecnología que trajo aparejada, la mano cedió su protagonismo a la tiranía de la rapidez y la precisión del ojo. La reelaboración incesante de las historias legadas por la tradición, contadas bajo el gesto performativo de la mano, y el producto artesanal elaborado con herramientas manuales diestramente manejadas, han dejado su lugar a los finales previsibles de nuestras películas y novelas, a los productos en serie dónde las manos están maniatadas al movimiento, ritmo y compás de la maquinaria tecnológica moderna. Se ha impuesto la mecánica de la escritura. Como rezaba el lema de Kodak después de que George Eastman llevara al mercado, en 1888, la primera cámara fotográfica sencilla: «Presione el botón, ¡nosotros hacemos el resto!».
Pero a la narración y a la información también pertenecen regímenes temporales distintos. Si en el mundo artesanal dominaba el tiempo de perfección, el tiempo exigido por lo manualmente producido, por el valor de uso, si el mundo artesanal era un mundo en el que todavía dominaba el trabajo concreto; ahora, en la ciudad moderna, aparece el tiempo lineal, racionalizado, abstracto, que protagoniza la cadena de producción, tiempo que cuantifica el trabajo abstracto, tiempo desubstancializado, vacío de todo gesto, y que, a su vez, Marx dixit, fija el valor de toda mercancía. En la información estamos ante el régimen temporal del instante, ante el tiempo lleno, que dicta la ocupación autómata del sujeto, que supone la pérdida del «don de escuchar», «don» que, por otra parte, es condición sine qua non para abrirse a la narrativa. A esta forma histórica de temporalidad propia de la máquina Benjamin le opone el aburrimiento, un equivalente al tedio o al spleen que serán sus figuras predilectas en sus ensayos sobre Baudelaire: «El aburrimiento es el pájaro de sueño que empolla el huevo de la experiencia. […] Sus nidos -las actividades que se ligan íntimamente al aburrimiento- se han extinguido en las ciudades, han declinado también en el campo»[6]. El aburrimiento vacía el tiempo abriendo la posibilidad de otro régimen temporal, el régimen temporal de la duración que, éste sí, entre otras cosas, posibilita la escucha de la historia contada por el narrador.[7] Quizá un modo, desde luego no el único, de caerse de las redes informativas actuales que producen la opinión pública, de los clichés y fantasías que nos oprimen a diario, pase por aprender a aburrirnos…
Sucintamente, la escritura
Si, tal y como hemos aludido, el tránsito de la narración a la novela es el paso de la oralidad a la escritura es importante que nos detengamos, aunque sólo sea un momento, en la cuestión de la escritura. De entrada hay que decir que se impone aquí una referencia obligada. Estamos pensando, desde luego, en Platón. El maestro de la Academia ha sido uno de los pocos filósofos que no ha eludido pensar la cuestión de la escritura, así como sus consecuencias para la memoria, la filosofía y la política. El Fedro es una lectura obligada para los interesados en esta cuestión, pero no hay que olvidar tampoco La República donde Platón propone nada menos que expulsar a los poetas de la ciudad-Estado. Se trataba, asegura Platón, de una palaia diaphora, de una vieja disputa, entre filósofos y poetas. Y sin embargo, la disputa no es tan vieja cuando se rastrea su recorrido y se descubre que esa misma disputa enfrenta, por sólo dar algunos casos, a Hegel y los románticos, a Walter Benjamin y Martin Heidegger, a Derrida y Lacan. El asunto es de una envergadura que no nos puede ocupar aquí, sólo apuntar que el esclarecimiento del estatuto de la paideia en Platón, esa escritura del alma que reconoce que también hay una letra en la palabra dicha, una escritura en el decir, quizá pueda arrojar algo de luz sobre todo este asunto… ¿qué había ya escrito, impreso, en el alma y el decir griegos que la paideia platónica se propone sobrescribir? ¿Está esto relacionado con el gesto antiplatónico de Heidegger, dado siglos después, consistente en aseverar que los filósofos deben escuchar la verdad del ser -esa verdad que constituye la inscripción historial del pueblo, su modo de apropiarse de sí mismo, de instituir su mundo, su Estado, sus dioses- por boca de aquéllos que sólo la tienen a su alcance, a saber, los poetas? ¿No es la concepción sui generis de Benjamin de la poesía romántica como prosa el reverso directo de la concepción de Heidegger de la poesía como el vehículo de lo sagrado? ¿No tenemos aquí la oposición directa entre la letra en su sentido más pleno y el mito? ¿No era, en definitiva, la expulsión platónica de los poetas la apuesta por el matema frente al mitema?
Benjamin, por su parte, pensó, y mucho, sobre la escritura. En El Narrador la problemática de la escritura, como mostraremos de aquí a nada, late también con gran importancia. Pero si hay una obra que versa sobre la letra esa es, sin duda, La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica. En este texto es donde puede encontrarse, de la forma más brillante y explícita, el materialismo fisionómico benjaminiano. Lo fisio-nómico, como indica su etimología, es physis, naturaleza, escrita por la nomos, por la ley, por el significante. ¿Y, por otra parte, qué es la letra si no significante escrito? Benjamin en La obra de arte se preocupa de los aparatos de escritura, de impresión. La imprenta es presentada como el primer mecanismo que aseguró la reproductibilidad técnica de la letra, mecanismo al cuál darán continuación los aparatos propios de la litografía, la fotografía y la filmografía. Cada una de estas artes son puestas en escena por Benjamin con vistas a arrojar algo de luz sobre los efectos constituyentes que para el sujeto y la política tiene la letra, la “instancia de la letra”… En La obra, por supuesto que en términos diferentes a los que usamos aquí, se explica como el significante, por efecto de su escritura, parcela los sentidos, estableciendo regímenes auditivos, táctiles y escópicos particulares.[8] El materialismo de Benjamin aquí es radical pues apunta a la manera misma en que el lenguaje modifica el órgano. Su tema es el del cuerpo, el de cómo se hace un cuerpo. Pero no sólo los cuerpos que somos, y con los cuáles solemos estar tan molestos -¿quién está satisfecho con su cuerpo?-, surgen del lazo entre el significante y el significado, también la orografía del paisaje, el cuerpo social. Perdón por la paráfrasis: De las nubes también cae la lluvia que deja sus huellas, sus surcos, en la planicie siberiana. Lituraterre que decía Lacan. Los significantes parcelan simbólicamente la naturaleza estableciendo, fundando, un ámbito estético espacial y temporal de lugares y tiempos de ocupación, una apertura de sentido concreta con sus puntos cardinales, con países y meridianos que atestiguan nuestros mapas políticos, etc. pero también la escriben creando barrancos, cañones, grietas sobre la superficie de la tierra. La máscara se hace con el rostro, deja sus incisiones y heridas en la carne, es decir, el significante no deja de no escribirse pero… ¿qué escribe? Otra cuestión que, por el momento, dejamos aquí, la retomaremos hacia el final. Lo importante ahora, en todo caso, es retener que la cadena significante no nombra lo real, el significado, sino que entra en él para sublimarlo de manera inesperada en unos u otros recortes de sentido, también lo horada, lo surca. El materialismo histórico en Benjamin cobra la forma de un materialismo histérico por cuanto la historia no es otra cosa que histeria.
Muerte e historia natural
Para acercarnos un poco más a la cuestión del sentido en Benjamin es preciso adentrarnos en su concepto de historia natural y en la función de la muerte dentro de ésta. Los dos términos invocados en el concepto, naturaleza e historia, desde Kant al menos, aluden, por un lado, al ámbito regido por legalidades fijas, dominado por la concatenación ineludible de las causas y los efectos, por la necesidad, por ciclos periódicos eternamente repetidos, etc. y por otro, al ámbito de la contingencia en el que acontece lo nuevo en sentido enfático, en el que se interrumpen los ciclos eternamente repetidos, la legalidad causal implacable.
La novedad de Georg Lukács en su excepcional Teoría de la novela (1916) -obra que Benjamin siempre tuvo muy presente, especialmente durante su redacción de El Narrador– consistió, entre otras muchas cosas, en mostrar cierta unidad concreta que en la modernidad se establece entre historia y naturaleza, unidad a la que él denominó «segunda naturaleza». Lo que el joven Lukács tenía en mente al usar la expresión «segunda naturaleza» era la metamorfosis de la historia en naturaleza, la historia naturalizada. El universo de la mercancía, las relaciones sociales en su conjunto, las tramas de sentido, etc. que forman «el mundo de la convención», el ser histórico, el cuerpo social, aparecen como naturaleza, como ser natural u ontológico. La «segunda naturaleza», en definitiva, no es otra cosa que el orden simbólico, el gran Otro, el orden de los significantes con sus efectos de sentido una vez pasan a ser tomados como naturaleza. Pero es más ya Lukács diagnostica en la Teoría de la novela que la modernidad es un mundo vacío de sentido en el que las cosas creadas por los hombres se les han vuelto ajenas para dominarlos.[9]
Por su parte, Walter Benjamin, en su obra El origen del ‘trauerspiel’ alemán (1928), presenta la otra cara de la historia natural en Lukács. Benjamin opone nuevamente los términos de naturaleza e historia pero no para pensar la naturalización de la historia sino la historicidad de la naturaleza. A este respecto Benjamin realiza dos operaciones: por un lado, ilustra como la historia, el significante, entran en la naturaleza parcelándola, surcándola, significándola, produciendo los sentidos, configuraciones y relaciones trans-sensoriales particulares y, por otro, como esa misma naturaleza y los modos de significación a través de los cuáles aparece y cobra relieve son históricos y contingentes. Por tanto, lo que hay en juego ya en El origen del ‘trauerspiel’ alemán es: por un lado, mostrar que aquello que apreciamos como natural, como naturaleza -por ejemplo nuestro sensorium, sus regímenes escópicos, auditivos, etc.-, es histórico desde el momento mismo en que es escrito por la palabra, por el significante, y, por otro, como la propia historia naturalizada lukácsiana es igualmente efímera, caduca. El gesto gozoso de Benjamin consiste, por tanto, en histerizar e historizar la naturaleza, pero también la «segunda naturaleza».[10]
Es justo bajo esta idea de historia natural benjaminiana que se entiende la siguiente sentencia de El Narrador: «La muerte es la sanción de todo lo que el narrador puede referir. De ella tiene prestada toda su autoridad. En otras palabras: sus historias nos remiten a la historia natural»[11]. ¿Por qué las historias del narrador nos remiten a la historia natural? ¿por qué sancionan todo lo que el narrador puede referir? Porque la muerte, y aquí no hay que olvidar que el goce alcanza su nirvana en la muerte, signa el carácter ineludiblemente efímero de todo lazo entre significante y significado, de todo recorte de sentido. No en vano, pocas líneas después, cita Benjamin un pasaje del «incomparable Johann Peter Hebel» que evoca lo transitorio, el carácter caduco, de las ciudades, Lisboa sucumbió a un terremoto para cambiar su fisonomía, de los países, Polonia quedó dividida por la guerra de los siete años, de los continentes, América se liberó, de los reyes, Leopoldo II marchó a la tumba, y de las órdenes religiosas,… En todos estos universos escriturados que nos parecen, a diario, eternos y naturales, Benjamin ve la huella de la muerte, revela el carácter efímero y fugaz de los mismos. La muerte pone en suspenso todo modo de significación, toda incisión de sentido y, al mismo tiempo, abre la posibilidad narrativa de nuevos sentidos, de nuevas significaciones de lo natural, de la historia, de las historias.[12] Esta apertura gozosa de sentido es un aspecto clave de la narración. El propio Benjamin en El Narrador así lo sostiene valiéndose de la historia contada por Herodoto acerca del rey de los egipcios Psaménito, una historia que, a través del tiempo -como señalara Montaigne- ha dado lugar a múltiples interpretaciones resistiéndose a quedar fijada bajo un único sentido.[13] Pues bien, es justamente esta apertura incesante de sentido la que la modernidad, por efecto de la reproductibilidad de la letra, cierra día a día. Y qué mejor síntoma de ese cierre que el hecho, constatado a diario por nosotros, de que los modernos vivimos de espaldas a la muerte, sin saber muy bien qué hacer con ese imperativo de goce que caracteriza nuestra época, sustrayendo a toda costa, a los muertos, a nuestros muertos, de nuestra visión. «En otros tiempos no había casa, ni apenas cuarto, en que ya no hubiese muerto alguien alguna vez»[14]. Ahora bien, ¿cómo se traduce esto en la novela?
Memoria y rememoración
«Mnemosyne, la memoriosa, era entre los griegos la musa de lo épico»[15]. La musa en la Grecia antigua era la inspiradora de los poetas, la que traía a la memoria de los poetas los recuerdos hechos con el material de las experiencias, las imágenes y los acontecimientos pasados. Cuando Grecia era una cultura todavía predominantemente oral, los poetas, inspirados por Mnemosyne, eran una auténtica institución, ellos preservaban la memoria colectiva, trasmitían la sabiduría práctica que conducía a las ciudades-Estado de generación en generación. Los cantos rítmicos de los poetas organizaban las guerras, las fiestas, los eventos importantes, etc. La propia Iliada y la Odisea eran poesía oral, viva, no pertenecieron nunca a la literatura, al universo de la letra impresa, de lo literal, que surgiría más tarde con el alfabeto griego y la escritura fonética. Pero la musa aprendió a escribir y la capacidad oral de los poetas, de los cantores, se degradó rápidamente, y con ella también las formas de organización, de experiencia, de memoria, pertenecientes al antiguo mundo oral.[16] Pasado el tiempo la expansión del régimen de lo literal auspiciada por la imprenta y la reproductibilidad de la letra supuso un paso más en el decaer del mundo de la oralidad en favor del mundo de la escritura técnica. La forma de la narración declinaba al mismo tiempo que ascendía la novela.
Benjamin en El Narrador destaca la diferencia entre las formas de memoria aparejadas a la narración y a la novela. La narración resalta por el carácter efímero de su memoria, por respetar la multiplicidad de sus recuerdos, de su materia impresa de experiencias, acontecimientos, conocimientos vitales, etc. y, a su vez, esa multiplicidad misma es la que hace posible una multiplicidad de sentidos, de tramas diferentes tejidas con el material de esos recuerdos, de reiteradas preguntas por la continuación de sus historias. La rememoración propia de la novela, en cambio, es una memoria eternizadora que anhela hacer uno, contar la historia de un héroe, de un combate, de una odisea, estableciendo un único lazo, un sentido que totalice los recuerdos. Dicho en otros términos, si en la narrativa los significantes se mantienen suspendidos, flotantes, de forma que son susceptibles de ser seleccionados y combinados dando lugar al desplazamiento incesante del sentido, en la novela, por el contrario, los significantes son atados, acolchados, por un significante final que, como el point de capiton o puntada que termina la costura, detiene el deslizamiento del sentido en la cadena significante. Ese significante final, ese fin de la novela -en muchas ocasiones la muerte simbólica del protagonista-, fija retroactivamente el significado del resto de significantes, crea un efecto de significación o, para usar la terminología de Ferdinand de Saussure, anuda la orilla de los significantes a la orilla del significado creando la ilusión de que ese nudo mismo estuvo dado ya desde siempre.
«La verdad que aquí se tuvo en mientes es que un hombre que muere a los treinta y cinco años aparecerá a la rememoración en cada punto de su vida como un hombre que muere a los treinta y cinco años.»[17]
Es precisamente ese fin el que, en términos de Lukács, naturaliza la historia, y el que, justamente, la muerte gozosa, o la historia natural entendida ahora al modo de Benjamin, pone en suspenso. Si la narración es deseo de continuación, apertura de sentido, la novela es voluntad de fin, voluntad de cierre de sentido. Lo que no debe escapársenos aquí es que, si en la narración hay un pasaje gozoso por la letra con vistas a obtener nuevos sentidos, en la novela ese pasaje por la letra tiene carácter de clausura del sentido. De aquí que, como asevera Benjamin aludiendo implícitamente a la Teoría de la novela de Lukács, en la modernidad, esto es, ahí donde perdimos la capacidad para abrir el sentido, ahí donde nuestras vidas han perdido sentido porque ya no somos capaces de dárselo, leamos novelas buscando un fin, el sentido perdido de nuestras vidas.[18]
Justicia y mística
Pero si Walter Benjamin no ocultaba su simpatía por la narración frente a la novela seguramente se debía a la relación de fondo que hay entre apertura de sentido y justicia. El texto de El Narrador nos pone tras la pista de la justicia cuando se alude la influencia sobre Leskov de «la especulación de Orígenes sobre la apocatástasis»[19], a saber, la doctrina rechazada por la Iglesia romana según la cual todas las almas, incluidas las pecadoras, las de los réprobos, entrarán en el paraíso.
Los personajes de Leskov, «los justos», nos dice Benjamin, se caracterizan por estar atravesados «por la imago de su propia madre»[20], por su bisexualidad y hermafroditismo que les «convierte en símbolo del hombre-Dios», por su capacidad para dignificar las criaturas más nimias, olvidadas, descartadas. Los cuentos de Leskov no ocultan «la tradicional simpatía que los narradores tienen por los bribones y los pícaros»[21]. La narración hace justicia con los bribones, los olvidados, los derrotados, etc., los dignifica, los ubica, igual que la apocatástasis, junto a Dios… redimidos. Pero, además, señala Benjamin de forma no poco avispada, «cuanto más profundamente desciende Leskov en la escala de las criaturas, tanto más manifiestamente se acerca su modo de ver al de la mística»[22]. He aquí el mediador que nos va a permitir relacionar justicia y apertura de sentido en la narración: la mística. A esta altura del texto Benjamin nos explica el final enigmático de un cuento de Leskov titulado La alejandrita. La alejandrita, también llamada piropo, es una piedra que por la mañana es verde y por la tarde roja. En ella el protagonista de la historia de Leskov lee el destino fatal del zar Alejandro. Benjamin, ya lo dijimos, también solía hablar con las cosas. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la mística? Leamos un texto esclarecedor de toda una autoridad en la materia, Gershom Scholem, el amigo íntimo de Benjamin:
«Lo que ocurre en el encuentro del místico con los escritos sagrados de su tradición es, en resumen, lo siguiente: la refundición del texto sagrado y el descubrimiento de nuevas dimensiones en él. Con otras palabras: el texto sagrado pierde su forma propia y adopta a través de los ojos del místico una forma nueva. Inmediatamente se nos plantea aquí el problema del sentido como problema central. El místico transforma el texto sagrado, y el momento decisivo de esta metamorfosis consiste en que la dura letra, la en cierto modo inequívoca y univalente letra de la revelación es provista de infinitos sentidos.»[23]
Lo que la mística enseña es como el sentido descansa en el sinsentido de la letra, de la “instancia de la letra”, en la dura letra, pétrea como la alejandrita, que hace borde, litoral, entre el significante y el goce. Pero que el sentido descanse en lo literal, en lo prosaico de la letra, en el carácter material de lalengua, pone de relieve, de un lado, el carácter de artificio de todo sentido, su carácter efímero y fugaz, y de otro, la posibilidad misma de una apertura gozosa a otros sentidos. Si la novela con su fin, con su cierre de sentido anhela la clausura de la historia y, por ende, es voluntad de que los vencidos queden como vencidos, los derrotados como derrotados, lo nimio como nimio, la narración por su parte, por su afinidad con la mística, justo al contrario, está preñada de justicia, de esa apertura de sentido que deja la historia abierta a la redención de los olvidados, de los derrotados, de los bribones y los pícaros. La letra, en definitiva, dibuja el borde de un agujero en la historia y en el saber por el que puede adentrarse la redención. La apertura de sentido propia de la narración es, por tanto, posibilidad de dignificación de las criaturas nimias, de los perdedores, de los explotados. La mística es posibilidad de apocatástasis, ética de la letra, de la “instancia de la letra”…
Bibliografía
- Eric A. Havelock, La musa aprende a escribir, Paidós, Barcelona, 2008.
- Georg Lukács, Teoría de la novela, Siglo XX, Barcelona, 1966.
- Gershom Scholem, La cábala y su simbolismo, Siglo XXI, Madrid, 2009.
- Jacques Lacan, La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud en Escritos, Siglo XXI, Madrid, 2007.
- Jacques Lacan, El seminario 18. De un discurso que no fuera semblante, Paidós, Buenos Aires, 2009.
- Marshall McLuhan, La galaxia Gutenberg, Planeta-Agostini, Barcelona, 1985.
- Nikolái Leskov, La pulga de acero, Impedimenta, Palencia, 2007.
- Theodor W. Adorno, La idea de historia natural en Actualidad de la filosofía, Paidós, Barcelona, 1991.
- Walter Benjamin, El Narrador, Ediciones metales pesados, Santiago de Chile, 2008.
- Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Itaca, México D.F., 2003.
- Walter Benjamin, Pequeña historia de la fotografía en Sobre la fotografía, PRE-TEXTOS, Valencia, 2008.
- Walter Benjamin, Sobre algunos temas en Baudelaire en Poesía y capitalismo, Taurus, Madrid, 1999.
[1] Walter Benjamin, El Narrador, Ediciones metales pesados, Santiago de Chile, 2008, parágrafo I.
[2] Ibi, parágrafo IV.
[3] Ibi, parágrafo V.
[4] Ibi, parágrafos VI-VII.
[5] El lector puede encontrar la película de Kuleshov aquí: http://www.youtube.com/watch?v=grCPqoFwp5k
[6] Walter Benjamin, El Narrador, Ediciones metales pesados, Santiago de Chile, 2008, p. 70.
[7] Ibi, parágrafo VIII.
[8] Vale la pena aunque solo sea ojear la obra notable de Marshall McLuhan, La galaxia Gutenberg, Planeta-Agostini, Barcelona, 1985, para percatarse de como la escritura afecta a los sentidos. Aunque, desde luego, el caso ejemplar descubierto por Sigmund Freud es el de la histérica.
[9] Desde luego bajo toda esta concepción del joven Lukács late el fetichismo de la mercancía expuesto por Marx en el primer capítulo de El Capital.
[10] Hemos tomado como referencia a la hora de exponer estas ideas de historia natural, además de las obras de Benjamin y Lukács indicadas, a Theodor W. Adorno, La idea de historia natural en Actualidad de la filosofía, Paidós, Barcelona, 1991.
[11] Walter Benjamin, El Narrador, Ediciones metales pesados, Santiago de Chile, 2008, parágrafos XI, p. 75.
[12] Ibi, parágrafo XI.
[13] Ibi, parágrafo VII.
[14] Ibi, parágrafo X, p. 74.
[15] Ibi, parágrafo XIII, p. 79.
[16] Todo este proceso puede encontrarse en Eric A. Havelock, La musa aprende a escribir, Paidós, Barcelona, 2008. Havelock, no obstante, parece no percatarse, como mostró Freud con la histérica, que también hay en la oralidad una escritura, que hay una escritura en el decir mismo.
[17] Walter Benjamin, El Narrador, Ediciones metales pesados, Santiago de Chile, 2008, parágrafo XV, p. 84. El subrayado es nuestro.
[18] Ibi, parágrafos XIII-XV.
[19] Ibi, parágrafo XVII, p. 87. El subrayado es nuestro.
[20] Ibi, parágrafo XVII, p. 88.
[21] Ibi, parágrafo XVIII, p. 91.
[22] Ibi, parágrafo XIX, p. 93. El subrayado es nuestro.
[23] Gershom Scholem, La cábala y su simbolismo, Siglo XXI, Madrid, 2009, p. 13-14. El subrayado es nuestro.
ENM
Texto escrito en 2011 y revisado a lo largo de 2023





