Y si uno se atreviera a aseverar que ya no es filósofo, que ya no puede serlo, aunque quisiera, sino que, ahora, es otra cosa bien diferente, a saber, sofofílico. Es plausible que a ese uno, tras esta declaración, lo tomasen por loco y la ciudad lo acabara condenando a tomar la cicuta como a Sócrates; pero aquí entraríamos en otro terreno que sería el de elucidar algo que ya no sería la sofofília, sino la locura y la facilidad con la que la ciudad la condena. Dejémoslo para otro momento… Lo relevante ahora es esa declaración misma de sofofílico que, a un tiempo, exige dar respuesta a la pregunta por qué es la sofofília.

La filosofía es un amor al saber, un amor a la sabiduría, que queda perfectamente explicado en el mito andrógino de Aristófanes en El Banquete de Platón. El mito andrógino que nos explica Aristófanes no es más que el mito de la media naranja, es un mito de los complementarios y de la completitud y, por lo tanto, un mito que pone en marcha una particular dialéctica del agujero y el tapón, del llenado del agujero por el tapón, que es a fin de cuentas el ideal de la filosofía, conseguir un saber completo, totalizador: la sabiduría. El gran filósofo alemán Hegel suele situarse aquí como el ejemplo mayúsculo de este síntoma de la filosofía por haberse declarado nada menos que poseedor del saber absoluto.

La sofofília es otra cosa: una sabiduría del amor. Sigmund Freud decía que «el psicoanálisis es en esencia una cura a través del amor». Y aquí hay algo sumamente interesante y decisivo que podemos plantear ya: la sabiduría del amor enseña que el amor siempre engaña y que, por lo tanto, el mito andrógino y con él el ideal de la filosofía caen, pues el amor es un tema de faltas. La sofofília, en tanto sabiduría del amor, señala que todo el engaño consubstancial al amor descansa en su salir a escena con los ropajes de, justamente, el mito andrógino, es decir, como una relación de complementarios y de completitud. Ahora, por fuera del engaño, el amor se muestra como una dialéctica de agujeros y tapones que no pasan de ser señuelos que tapan esos agujeros: dialéctica de agujeros y tapones que precisa, además, de las fantasías de cada partenaire en la que los tapones tapan los agujeros, en la que cada objeto a satisface el deseo del Otro, llena su falta, para que, en definitiva, haya amor, encuentro y acople amoroso. Y toda esta estructura fantasmática es precisamente, como ya habrá adivinado el lector, ¡el mito andrógino!, y por lo tanto, supone ese ideal de amor protagonizado por los complementarios y la completitud que es, en definitiva, el ideal filosófico de la sabiduría completa, absoluta.

Lo que Jacques Lacan vio de manera muy atinada es que después de la presentación por Aristófanes de este mito andrógino, Platón continúa El Banquete explicándonos de qué manera Sócrates, que es feísimo y además enamoradizo, deja en ascuas nada más y nada menos que a Alcibíades, un mancebo sexualmente encantador, un joven que brilla con un aura especial, el más bello de Atenas, un muchacho hermosísimo que, en suma, tiene ágalma, ese objeto a causa del deseo que atrae irresistiblemente a todos los atenienses. Por tanto, todo parece apuntar a que Sócrates debería oficiar de amante (erastés) y Alcibíades como amado (erómenos). Y, sin embargo, lo curioso es que es Alcibíades el que atribuye ese ágalma a Sócrates. Alcibíades considera a Sócrates como el depositario de un tesoro que moviliza su deseo, como poseedor de la sabiduría. Un particular tesoro esa sabiduría que no es más que un señuelo que hace brillar al feo de Sócrates y que activa el deseo del bellísimo Alcibíades. Por tanto, lo que tenemos, de entrada, es que Alcibíades no es el amado sino el amante, y que Sócrates no es el amante sino el amado. Sócrates está en el lugar del objeto a, causa el deseo, es el sujeto al que se le supone un saber, ocupa el puesto del analista diríamos hoy. Pero, es más, Sócrates va a frustrar la metáfora del amor -el paso del amado a amante y del amante a amado- justo en la medida en que, como decíamos, va a dar plantón a Alcibíades, esto es, justo porque no va a prestarse a tapar el deseo del hermoso e irresistible mancebo heleno. Y para ello, le va a decir que él no es quien tiene ese ágalma, el objeto causa del deseo, sino que lo tiene un tercero, a saber: el poeta Agatón. Menuda salida por peteneras la del enamoradizo Sócrates, y todo para mostrarse sin ágalma, sin ese tesoro, con un hueco, con un agujero de saber. Una posición que, para escándalo de una tradición de más de 2000 años que viene situando a Sócrates como padre de la filosofía, es más sofofílica que filosófica. Y mediante esta negativa a establecerse en señuelo amoroso, Sócrates rehúsa a un tiempo a pasar de amado a amante, y con ello imposibilita, a su vez, que Alcibíades pase de amante a amado. Lo que no hay que perder de vista es que Sócrates consigue esto no sólo deshaciéndose del ágalma atribuyéndoselo a Agatón, sino, también, evitando dar respuesta a las demandas de amor de Alcibíades, y por lo tanto, no dándole ningún signo, ninguna señal, de amor. Por consiguiente, frustrada la metáfora del amor, no habrá intercambio entre los semblantes de amante (erastés) y amado (erómenos): Alcibíades no pasará a ser objeto, amado, tapón del deseo de un Otro que sería Sócrates, situado ahora en posición de amante.

Lo fundamental es entender que este fracaso socrático de la relación amorosa revela la sofofília como reverso directo de la siempre andrógina filosofía: no hay en la escena entre Sócrates y Alcibíades complementariedad ni completitud, muy al contrario, hay una dialéctica de la castración, a saber, una dialéctica de faltas (agujeros, deseos, etc.), objetos y fantasmas que aspira a tener una función andrógina, justamente, la de fantasear el acople entre esas faltas/agujeros y los señuelos u objetos a, pero que, sin embargo, y esto es lo decisivo, está llamada por su propia estructura a frustrarse a sí misma. Insistimos por su importancia: la clave de la dialéctica de la castración y su artificio fantasmático no es que sea frustrada por Sócrates, sino que está llamada al fracaso por su naturaleza ínsita: il n’y a pas de rapport sexuel. En todo caso, la sabiduría de Sócrates es sofofílica, se hace patente que es una sabiduría del amor por cuanto, justamente, saltando por peteneras con Agatón y rehusando dar señales de amor, consigue evitar la trampa misma del señuelo amoroso y logra, por tanto, sustraerse al amor y su engaño. En definitiva, lo que muestra Sócrates es que la sofofília, su sabiduría del amor es, en última instancia, una anti-filosofía, pues lejos de anhelar el ideal filosófico de la complementariedad y la completitud andróginas, revela que este ideal no es más que un síntoma engañoso del amor mismo.

ENM (2023)

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