Empecemos con un McGuffin: hace apenas unos días me recomendaron The Congress (2014) del director Ari Folman, confieso que en su día no vi la película, es más ni siquiera la conocía. La sorpresa de verla, no obstante, fue grata y sugestiva. La película aborda toda una serie de temáticas actuales que merecen ser tomadas en consideración: la identidad digital, los derechos de autor, el universo digital como nuevo sedante opiáceo, el debate sobre aquello que es la realidad, el problema de una vida subsumida en la representación, etc.

El cine, o la crisis de la figura del autor 

Desde sus inicios, el cine vino a poner en crisis las nociones humanistas de autor y de derechos de autor. Es un fenómeno que Walter Benjamin diagnóstico a propósito de la fotografía y que el cine llevó a su límite último. Si el aparato tecnológico, léase la cámara fotográfica o el proceso industrial del cine, suplantó la figura del autor, del artesano que con su mano hacía la pintura, la escultura o cualquier otra artesanía, ¿quién era apto para detentar, a partir de ese momento, la propiedad de la obra de arte? ¿quién era realmente el artista? The Congress acierta de lleno en su enfoque: Miramount, es decir, el capital. ¿Por qué? Porque el capital acabó históricamente por arrogarse la función misma de articular y poner en movimiento, bajo su sola subsunción autovalorizadora, los elementos heterogéneos que conforman y traban la obra de arte, en nuestro caso las películas. 

Es más, fue igualmente Benjamin quien dio en la diana al diagnosticar que la reproductibilidad tecnológica supondría un decaer del aura (der Verfall der Aura) de la obra de arte, es decir, el eclipse del brillo de la obra. Es este un fenómeno que hoy ya no nos sorprende por su cotidianidad apabullante. La película, hecha mercancía por la industria cultural, tiene un carácter fungible, es olvidada y pasa a engrosar los deshechos de la historia, con la misma velocidad con que se deshace su brillo carismático, espectacular, en el mercado.  Lo que no dejó de ser paradójico es que esta rápida caducidad de la obra de arte de cine fue compensada con la promoción publicitaria del aura de los actores, promoviendo el estrellazgo hollywoodiense como mecanismo de seducción mercantil y consumo. Es de sobras conocido el hecho que esta producción aurática del estrellazgo funcionó, asimismo, para la ulterior comercialización de las mercancías fílmicas y todo su ambiente. The Congress entra en el meollo de esta cuestión de manera notable a través de la problemática de la digitalización de la persona del actor. Creadas las condiciones para la digitalización de la actriz Robin Wright, no hay más que realizar un único contrato, un único canje que tendrá por objeto la imagen digital de la actriz. A partir de este momento, esta imagen digitalizada cobrará vida en una operatoria algorítmica que hará de la actriz un presupuesto completamente prescindible. Estamos, pues, ante el cierre perfecto de un fenómeno al que ya apuntaba el montaje y que la digitalización amenaza con llevar a un punto cúlmine: el borramiento absoluto del actor en el proceso de producción de la obra de cine. La pregunta pertinente entonces es: alcanzado este punto paroxístico, ¿quién es realmente Robin Wright? ¿el producto digital o la actriz de carne y hueso? Desde luego, ¡el producto digital! Es el producto digital “Robin Wright” el que va a alcanzar la inmortalidad aurática, no la actriz de carne y hueso, y esto era algo claramente previsible por cuanto, en el universo animado del simulacro, en el mundo imaginario de la simulación, no hay tiempo. 

La digitalización o la venta de nuestra alma al diablo

Ahora bien, una vez ubicados en el universo de la digitalización y la operativa de los algoritmos gobernados por la inteligencia artificial, ¿qué lugar pasa a ocupar nuestra Robin Wright de carne y hueso en The Congress? Digámoslo de manera un tanto brutal: una vez digitalizada, la actriz Robin Wright de nuestra película puede pasar directamente a criar malvas, y ello en la medida misma en que queda irreversible e irrevocablemente reemplazada por la imagen digital en movimiento de los filmes producidos por la industria cultural.

Este borramiento o carácter prescindible de la actriz impuesto por la digitalización es, asimismo, puesto de relieve en The Congress a través del destino subjetivo final de la protagonista: una vez que la industria del cine ya no precisa de su trabajo de interpretación, ella pasa a llevar una vida alienada en el mundo digital de los simulacros, un mundo que se sostiene sobre la base de sustancias alucinógenas y que tiene como fundamento último las reverberaciones de su propia subjetividad pretérita: recuerdos, temores pasados, antiguos anhelos de estrellazgo, amor y preocupaciones maternas hacia su hijo enfermo, etc. Hay que decir que esa existencia opiácea de Robin en lo animado tiene como eco destacable la idea que Marx tenía de la religión como opio del pueblo, es decir, el mundo animado de la digitalización se revela como un consuelo ilusorio que, a su vez, es un dispositivo evasivo de un real hecho de frustraciones existenciales. Bajo esta perspectiva, es difícil no caer en la tentación de comparar la nueva vida solipsista y alucinada de Robin con la de aquellos sujetos decimonónicos que permanecían enclaustrados días enteros, a veces semanas, en los celebérrimos comedores de opio de la China prerrevolucionaria. 

Sea como fuere, el mensaje decisivo, harto pesimista, de The Congress es que la venta por parte de Robin de su propia imagen digitalizada supone la venta de su propia alma al diablo de la industria cultural de Miramount. En este punto es sugerente que la trama de la película sitúe al hijo de Robin Wright, un niño que tiene el síndrome de Usher y que, por lo tanto, padece un deterioro paulatino de sus sentidos visuales y auditivos, como el elemento resistente a este proceso de inclusión total de las almas en la pesadilla de la representación digital animada. En cualquier caso, estamos ante una temática de gran actualidad que conecta con el debate sobre las consecuencias existenciales y los dilemas éticos que implica la exposición de nuestras vidas a la imparable digitalización de nuestros días. En nuestras sociedades de control los móviles vía una miríada de aplicaciones o las redes sociales captan a la vez que almacenan múltiples parámetros de nuestra vida corpórea cotidiana que, ipso facto, pasan a ser utilizados con la finalidad de agenciar nuestros deseos, de orientar y modular nuestras conductas comerciales, políticas, etc. Lo que no hay que perder de vista aquí es que la nueva mercadotecnia digital de los simulacros no sólo capta y atrapa nuestra vida, sino que la produce strictu sensu.

Hacia la hiperrealidad, a vueltas con el mito de la caverna…

Pero volvamos a ese real insoportable y evadido que es convocado por nuestro film cuando Robin Wright escapa al mundo animado sustentado en la digitalización y los alucinógenos para quedar reducida a un resto inerte, externo en apariencia al universo de la representación. Lo realmente interesante aquí es percatarse de que The Congress consigue crear una sensación de irrealidad justo cuando estamos ante el reverso directo del mundo animado, es decir, justamente en las escenas en que estamos ante lo que vendría a ser lo real: el mundo crudo y duro hecho de pobreza, con colas de hambre, el mundo en el que le vejez y fragilidad de Robin se materializa y toma cuerpo, etc. Esto es importante porque, lo que no deja de ser paradójico y sumamente pertinente, es que mediante este efecto de irrealidad de lo real la película consigue poner en crisis la distinción misma entre, de una parte, el universo animado e ilusorio puesto en marcha por las representaciones digitales y, de otra, la idea de un real por fuera de esas representaciones.

Y con esto llegamos a la pregunta por la realidad. ¿Qué forma de realidad nos invita a pensar The Congress? Un punto fuerte de nuestra película es que consigue poner de manifiesto que la subsunción capitalista de la digitalización camina hacia, no ya una vuelta de tuerca más en la señalada crisis de la distinción entre representación y real, que posiblemente también, sino hacia el hecho incontrovertible de que la realidad parece haber tomado el estatuto mismo de una representación. Dicho aún de otra manera, en nuestro universo productivista capitalista, la digitalización supone la profundización de un proceso histórico en el que la representación ya no puede pensarse como lo que representa un real externo a ella, y en el que cada vez es más apropiado concebir la representación como la realidad en que vivimos. La hipótesis es de sobras conocida: no hay nada más allá del mundo simulado del simulacro, no hay afuera de la representación y sus sombras. Estamos ante una idea cuyos antecedentes pueden rastrearse en el situacionista Guy Debord -lo real es el espectáculo- y en Jean Baudrillard -vivimos en la hiperrealidad de los simulacros sin que exista exterior ninguno a la caverna platónica-, y que The Congress retoma y utiliza de manera inteligente. ¿De qué manera? Las fórmulas son varias, pero quizá la más destacable es la que pasa por identificar la actriz Robin Wright con el personaje actriz Robin Wright en el seno mismo de la trama de nuestra película. Mediante esta sencilla identificación la actriz Robin Wright es incluida en la película como una representación más. Este detalle en el filme hace que pierda todo sentido la pretensión de distinguir entre una supuesta Robin de carne y hueso y otra representada, pues Robin es ya una representación desde un inicio. Se reproduce así, mediante este hábil gesto cinematográfico, la temática última e insistente de la película: la futilidad de intentar alcanzar un real por fuera de la representación cuando es la propia realidad la que ha quedado establecida en una representación.

Ahora bien, toda totalización, también la del universo digitalizado de la simulación animada, está condenada a fracasar pues se enfrenta a un límite insoslayable: la muerte. Si el universo digital de las representaciones simuladas transcurre, como hemos señalado, en una pretendida eternidad, la muerte viene a ser el síntoma decisivo que evidencia el fallo insuperable, la imposible totalización, de la simulación misma. La muerte de Robin, como atestigua el magnífico final de The Congress, no es otra cosa que la irrupción del tiempo, de un final ineluctable, en la eternidad de la simulación.

Dedicado a Mónica Jordan.

ENM (2024)

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