Kapitalismus als Religion constituye una rareza dentro de la obra de Walter Benjamin. Redactado en 1921, fue publicado de manera póstuma en 1955, dentro de las Gesammelte Schriften, editadas por sus dos amigos Theodor W. Adorno y Gershom Scholem. Dicha rareza del texto no se debe a su carácter fragmentario -cosa habitual en la escritura benjaminiana- ni, por supuesto, a que aborde la temática teológica, una constante en toda su producción crítica. De hecho, es bien conocida la manera en que Benjamin hace operar el acontecimiento mesiánico como momento de detención revolucionario que interrumpe la marcha ciega e implacable de la máquina capitalista hacia el abismo de la barbarie. El acontecimiento mesiánico, con su temporalidad detenida, es el freno de mano que suspende la temporalidad lineal de la historia capitalista que avanza hacia el precipicio seguro. Es más, para el pensador alemán supone la redención salvífica que reescribe la historia a contra pelo, haciendo justicia con las víctimas de la historia, de todos los cuerpos que fueron oprimidos, masacrados, vilipendiados u olvidados por el devenir histórico detentado por los vencedores. El materialismo histórico, con su explicación del movimiento y del sentido de la historia, es pasado por el filtro mesiánico de la resignificación teológica. El Otro capitalista y su historia, su saber (S2) -el materialismo histórico-, son torsionados por la función teológica (S1). Con la operación de redención, Benjamin agujerea la historia y su saber, realiza un pas-de-sense revolucionario que, no obstante, amenaza con recaer en un nuevo sentido, en un plus-de-sens, que totalice la historia haciendo consistir un nuevo Otro histórico marcado, ahora, por la emancipación. Pero hablábamos de la rareza de Kapitalismus als Religion, ¿en qué consiste? En que en este texto es el capitalismo mismo lo que es pensado, y caracterizado estructuralmente, como una religión, y además, cuestión esta fundamental, como una religión sin momento salvífico. La teología, por consiguiente, no trae la buena nueva de la redención y la subsiguiente emancipación, sino que, por el contrario, constata que la máquina capitalista que camina directa a la barbarie tiene la lógica de una religión sin redención.

Ahora bien, ¿cuál es esta lógica? ¿qué álgebra nos ocupa? El capitalismo, atestigua Benjamin, funciona como una religión porque incorpora cuatro funciones estructurales claves: 1) supone un culto permanente -sin descanso-; 2) no tiene dogma -carece de doctrina, sólo es una práctica-; 3) no entraña expiación alguna, por el contrario, genera un circuito infinito de culpa y deuda; y 4) su Dios está oculto y queda identificado con la lógica impersonal del mercado y la acumulación capitalista. Con estas cuatro funciones estructurales Benjamin identifica el álgebra de toda religión a la vez que demarca la especificidad propia de la religión capitalista. Si bien las religiones clásicas tienen aparejado cultos circunscritos a un momento espacial y temporal delimitados -la misa católica, el momento del sacrificio de animales para obtener buenas cosechas, etc. -, el capitalismo supone prácticas cultuales permanentes, incesantes, como el consumo, la producción, etc. El capitalismo, a diferencia de las religiones clásicas con sus misterios de la santísima trinidad, la resurrección y demás bagatelas imaginarias, carece de dogma, se ciñe a sus prácticas cultuales utilitarias: actividades múltiples en los mercados, prácticas gerenciales de organización del trabajo, marketing de consumo, etc. En las religiones clásicas, los cultos, así como los dogmas que los justifican, están al servicio de la redención del pecado, borran la culpa por haber nacido bajo el signo del pecado o por haber incumplido los mandamientos y normas religiosas, incluso aseguran una recompensa en un más allá, sea una estancia eterna en el Valhalla o unas vacaciones misericordiosas junto al santo Padre Yahvé; no ocurre igual en el capitalismo, donde las prácticas cultuales capitalistas 24/7 carecen de un espacio y un tiempo definidos: el consumo llama a consumir más, la producción es una espiral de crecimiento ilimitado para amasar plus-valor. Bajo el capitalismo hay siempre un todavía más -nunca se tiene lo suficiente, siempre se puede rendir más, algo nos falta, queremos más-, lo que a la postre produce culpa y deuda no cancelables. Tenemos, en suma, un bucle infinito de culpa que hace imposible la redención. Por ello, finalmente, el Dios personal y trascendente, en las religiones monoteístas al menos, muta bajo el capitalismo en un Dios impersonal, sin palabra ni promesa de salvación, en la dinámica inexorable de sus relaciones sociales que no redimen ni juzgan, sólo exigen.

Ahora bien, lo que uno no puede dejar de preguntarse es: ¿cómo sostiene el capitalismo esta práctica religiosa que agota, cuando no destroza corporal y psíquicamente, a los sujetos? ¿cuál es su motor último? El operador fundamental que asegura esta lógica objetiva y compulsiva tiene nombre: culpadie Schuld es el término alemán utilizado por Benjamin. 

Deleuze y Guattari en El anti-Edipo, también Lazzarato en Gobernar a través de la deuda, inspirándose en el Nietzsche de La genealogía de la moral, señalarán más tarde la manera en que el auge ilimitado del crédito en el capitalismo contemporáneo se constituye en un dispositivo de control para la subordinación de los sujetos al capital. El recurso al crédito introduce a los sujetos en la relación acreedor-deudor, los hace deudores del capital en tanto acreedor, generando en ellos «mala conciencia» (schlechtes Gewissen) y culpa (Schuld) -término que el propio Nietzsche utiliza en la Genealogía-. Dos precisiones se hacen necesarias aquí: Primera, si bien la extensión de la práctica del crédito señalada por Deleuze, Guattari y Lazzarato ha sido y es una tendencia ascendente que ha acompañado el desarrollo histórico del capitalismo -su paroxismo ha llegado con la financiarización ilimitada contemporánea-, la idea de Benjamin no se limita a la práctica del crédito, sino que va más allá señalando, de manera sorprendentemente profética, que el éxito del capital ha sido integrar la miríada de prácticas sociales cotidianas bajo su culto. La deuda y la culpa no sólo se hacen infinitas bajo los excesos del crédito, hay un exceso que va más allá, que mandata más, un infinito todavía mayor, que está inserto en todas las prácticas ligadas al consumo y producción hoy omniabarcantes. Por ello vivimos inmersos bajo el signo de una exigencia extenuante, de un culto permanente que tiene como su correlato directo la fatiga crónica. Segunda precisión, y no menos importante, lo que no alcanza a explicar la perspectiva nietzscheana es cómo los sujetos aceptan ser los soportes de esa álgebra infinita e infernal de deuda y culpa. La dificultad es extraordinaria, pues dicha vorágine es sostenida por los sujetos, aunque colapsen y sean destruidos por ella. 

Entonces, ¿por qué los sujetos sostienen y quedan atrapados en esta dinámica agotadora y destructiva? Es aquí donde Freud llega más lejos. Los sujetos, aunque se niegan a aceptarlo, adolecen de una especie de masoquismo autopunitivo que escapa a sus conciencias, repiten comportamientos de autosaboteo que no gobiernan, que no les reporta beneficio alguno, y ahí, paradójicamente, hallan un inexplicable placer en el displacer, sufren y en ese sufrir se satisfacen. El escándalo del psicoanálisis:  la culpa (Schuld) entraña una satisfacción pulsional. Pulsión de muerte (Todestrieb) lo llamó Freud, goce (jouissance) lo denominaba Lacan. Es en El malestar en la cultura donde podemos encontrar la articulación precisa entre pulsión de muerte y culpa en el plano social: el sentimiento de culpa es, a fin de cuentas, el índice subjetivo de un goce, la manera particular en que el superyó encuentra una paradójica satisfacción que liga el sujeto a los mandatos sociales y culturales. Es más, y Freud es explícito en esto, la crueldad del superyó con el sujeto consiste en que, como el sediento que sacia su sed con agua salada, cada vez que se satisface el goce que la culpa enmascara, precisa aún de más culpa. Es el exceso del goce, la necesidad de un plus-de-goce que obedece a esa particular álgebra que viene descollando: siempre es posible aún más

Lo esencial parece estar dicho, Benjamin avec Freud: la dinámica cultual capitalista, retroalimentada por el vórtice de deuda y culpa, encuentra su motor en la economía pulsional de los sujetos. Y, sin embargo, para que el texto de Benjamin Kapitalismus als Religion se nos muestre en todo su alcance y carácter profético, resulta necesario radicalizar todavía más la lectura freudiana. Aunque Freud, en El malestar en la cultura, señaló la crueldad del superyó y el exceso de goce que comporta, no llegó a desprender completamente dicha instancia de su anclaje en la Ley edípica y la prohibición. El superyó aparece así, para el psicoanalista vienés, como la interiorización de la exigencia de la Ley y de los mandatos sociales, una instancia que ordena un “no” al goce. Es precisamente en este punto donde Lacan radicaliza a Freud mediante su fórmula Kant avec Sade: al llevar el goce al lugar mismo de la Ley, Lacan muestra que el superyó no prohíbe el goce, lo ordena. Su mandato no es “no gozarás”, sino, por el contrario: ¡goza! Ahora podemos ver con toda claridad la potencia del texto de Benjamin: el círculo infinito de deuda y culpa sin expiación encuentra su verdad en el imperativo de gozar, en el mandato superyoico de un goce sin castración, sin límite alguno, puro exceso.

Y bien, si hasta aquí hemos identificado en el superyó lacaniano la función subjetiva del imperativo de goce que sostiene la culpa y la deuda infinitas descritas por Benjamin, nos queda un paso más: dar cuenta de la forma social misma bajo la cual dicho imperativo se organiza, se estabiliza y se generaliza. Dicho en otros términos, no basta con mostrar que los sujetos están tomados por un mandato superyoico de gozar; nos queda elucidar, siguiendo la estela de Kapitalismus als Religion, el lazo social capitalista que hace de ese mandato el principio de su funcionamiento. Es justo en este punto donde la elaboración lacaniana del discurso capitalista resulta decisiva.

Para adentrarnos en el discurso capitalista es preciso un sucinto rodeo por qué es un discurso y qué es el discurso del amo según Lacan. Un discurso es una estructura formal que organiza un lazo social regulando la circulación del goce, y ello con independencia de la conciencia e intenciones de los sujetos. Un discurso no es una ideología al modo althusseriano, no es, por consiguiente, un sistema de ideas, creencias y simbologías, una estructura subjetiva inconsciente que, inserta en el modo de producción capitalista -la estructura de estructuras-, asegura la reproducción ampliada del capital; es una estructura sí, pero una estructura que, por sí misma, hace vínculo social canalizando el goce y distribuyendo lugares (quién manda, quién produce, quién goza, etc.). Lacan establece cuatro lugares estructurales para todo discurso: el lugar del Agente -el que comanda el discurso, el que interpela mediante el discurso-, el lugar del Otro -el receptor o campo que corresponde al destinatario mismo del discurso-, el lugar de la Verdad o Soporte del agente -que es lo que determina inconscientemente, sin aparecer, al Agente- y el lugar del Producto -el resultado o efecto último del discurso-. 

Estos cuatro lugares son ocupados por los siguientes elementos: el significante amo S-esto es, el significante primordial, la ley, el mandato, el ideal-, el saber S2 -la cadena significante, el trabajo, el saber científico, técnico, la organización, etc.-, el sujeto barrado $ -castrado, en falta, el sujeto del inconsciente, dividido- y el objet petit a -el objeto causa del deseo, el plus-de-goce o, simplemente, el resto-. Dados los cuatro lugares y los cuatro elementos, el discurso del amo queda caracterizado de la siguiente manera:

Esto se lee de la manera siguiente: el agente del discurso es el amo que exige el cumplimiento de la Ley o la realización ideal social; los receptores del discurso son los portadores de la técnica, la ciencia, la capacidad laborante, etc., aquellos que, en definitiva, son movilizados y trabajan de acuerdo a la Ley o el ideal del amo; el producto es un goce simbólico que no retorna al amo: admiración, sacrificio, honores, obediencia, etc.; finalmente, la verdad del amo, aun ocupando el lugar del agente, a pesar de detentar el mando y aparecer como un sujeto completo, es que es un sujeto en falta: dubitativo, limitado, incapaz, etc. Todo el aura y liderazgo del amo es un efecto de su lugar estructural de agente, pero, en realidad, el rey está desnudo, su verdad es que es un sujeto castrado. El discurso del amo, con su verdad oculta de castración ($) y su producción de un goce simbólico que retorna con el efecto de autoridad, contiene un límite inscrito en la estructura: la Ley (S1) que encarna el amo como agente, por más que oculte su falta como verdad implícita, introduce una prohibición que regula el goce. Esto es importante y es lo que Lacan indica con las dos barras inferiores (en rojo) del esquema. Como ya señalamos, y esto es fundamental, estamos en el discurso del amo ante sujetos castrados donde la Ley actúa como límite prohibitivo del goce. Es el Edipo de Freud en su versión clásica. De hecho, esto es del todo coherente con las religiones clásicas en las que la culpa, como índice de un goce subjetivo, era finita, era susceptible de ser cancelada por la Ley y los mandatos sociales (S1) con su séquito de cultos religiosos sustentados en los dogmas (S2). El ejemplo paradigmático de esto, Freud escribió un libro sobre ello, es el profeta-amo Moisés con las celebérrimas tablas de la Ley entregadas por el Dios Yahvé, estableciendo el vínculo social del pueblo judío.

El capitalismo, sin embargo, como ya hemos apuntado, subvierte toda esta lógica. Lacan esquematiza su discurso de la siguiente manera:

El discurso capitalista, lejos de establecer un amo carismático, completo, instaura el sujeto barrado ($) en el lugar del agente. Es un agente que, por lo tanto, ya no es convocado a identificarse con un ideal (S₁ en posición de agente, como en el discurso del amo), sino, dada su castración, está movilizado de manera masoquista en la espiral de consumo, producción, rendimiento y endeudamiento que interpela al saber técnico-mercantil (S₂) como Otro. La cruda verdad que moviliza a los sujetos son ahora significantes amos (S₁) reducidos a mandatos vacíos de eslóganes, marcas, ideologías flexibles, un conjunto de imperativos sociales desprovistos de autoridad simbólica que, sin embargo, impulsan compulsivamente la máquina capitalista. Estamos aquí ante los mandatos de rendimiento y autoexplotación productiva, pero también ante los mandatos de culto al cuerpo y el gimnasio, de comer light, de tener el último gadget, obsesionarse por los likes o apuntarse a la última moda new age como forma de desenganche. Y lo fundamental: el producto de este discurso, el resultado que arroja, es un plus-de-goce (a) siempre diferido: la mercancía brillante, la promesa imposible de satisfacción completa, el éxito, que el sistema promete pero que, por su propia estructura, se encuentra perpetuamente desplazado, convirtiéndose en un objeto que motiva la búsqueda infinita. Estamos, en definitiva, ante una lógica del exceso que pulveriza los sujetos. Ahondaremos en ello de aquí a un momento.

Ahora, para captar en toda su profundidad conceptual el discurso capitalista, es preciso fijarse en dos cosas: primero, las dos barras inferiores del esquema (las pusimos en rojo en el discurso del amo) han desaparecido y, segundo, no hay que pasar por alto la flecha que apunta desde el goce (a) al sujeto castrado ($).

¿Qué consecuencias tiene esto? Lacan situaba las dos barras inferiores en el discurso del amo para señalar, entre otras cosas, el carácter imposible del goce, es decir, que bajo el discurso del amo que establece la Ley hay, justamente, un límite estructural al circuito del goce, que algo del goce no es accesible a los sujetos -hay castración- y que, además, dicho resto no es canalizado dentro de los límites de este vínculo social. No ocurre lo mismo en el discurso capitalista donde las dos barras son suprimidas: el lazo social capitalista, consecuentemente, dicta como imperativo infinito la no castración, ¡goza!, esto es, que los sujetos funcionen como si pudieran tapar su falta, y además, que el circuito se cierra sin pérdida de goce, que este queda por completo integrado dentro de la forma social alimentando bucle infinito del goce y la culpa. Lo que tenemos, por consiguiente, es la integración de los sujetos en el círculo vicioso de producción, consumo, endeudamiento, culpa y vuelta a la producción. El discurso capitalista, en suma, funciona bien porque no tropieza con lo imposible. Y para concluir, la diagonal que va del goce (a) al sujeto barrado ($) indica que, ahora, el sujeto no produce un goce bajo la mediación del Otro, no produce un objeto (a) que causa su deseo, sino que el goce mismo toma al sujeto, lo captura radicalmente bajo su imperativo. Bajo el capitalismo el objeto de goce promete una satisfacción que estructuralmente nunca se obtiene, que no puede llenar la falta del sujeto y que, por lo tanto, genera culpa, una culpa que induce a un gozar más relanzado en un circuito excesivo. No es casual que el sufrimiento hoy cristalice en transtornos asociados con la aceleración y la saturación de unos cuerpos que ya no pueden dar más de sí: TOC (obsesión compulsiva), TCA (conducta alimentaria), TAG (ansiedad generalizada), burnout. La depresión es la enfermedad mental contemporánea por antonomasia, un auténtico termómetro del malestar social que, en el límite, acaba en suicidio. Mais… ça marche trop bien! El capitalismo claro.

Ahora, lo absolutamente sorprendente es que el discurso capitalista formaliza con rigor algebraico la religión sin redención descrita en Kapitalismus als Religion. De hecho, las cuatro funciones estructurales del capitalismo como culto identificadas por Walter Benjamin encuentran una correspondencia precisa en el discurso capitalista de Lacan: existencia de un culto permanente en el que sujeto-agente ($) no cesa de dirigirse al Otro (S₂) sin descanso, en el que para él todo tiempo es tiempo de producción y consumo; un S₁ que ya no está en la posición de agente que instaura la Ley o el ideal coherente, y que deja su lugar a la práctica compulsiva ($ → S₂) guiada por significantes vacíos (S₁ en la verdad), lo evidencia la ausencia de todo dogma consistente bajo el capitalismo; el plus-de-goce (a) inalcanzable como producto, marcado por la lógica perversa y extenuante del siempre más que lleva al sujeto castrado al circuito infinito de una culpa (Schuld) sin expiación, sin redención, pues no hay instancia (S₁ como agente) que cancele simbólicamente la deuda; y finalmente, la verdad del discurso (S₁) es una Ley ausente, el mandato desubjetivizado del «Dios» de la lógica impersonal del mercado y la producción sujeta a la acumulación capitalista.

La culpa (Schuld) benjaminiana adquiere así un estatuto que la emparenta rigurosamente con el goce (jouissance) lacaniano: El sujeto, como agente ($), no puede sino fracasar en su intento de obtener del Otro (S₂) el objeto (a) que la verdad (S₁) le promete. Este fracaso ineludible, lejos de llevar a la rebelión, coagula como culpa gozosa justo en la medida en que satisface la pulsión de muerte bajo la forma del superyó lacaniano: ¡Goza tu culpa! ¡Goza tu deuda! Es más, dando una vuelta de tuerca más, nos percatamos de que es esta culpa gozosa lo que, ulteriormente, da consistencia y asegura el funcionamiento estructural, ciego y compulsivo, del capitalismo contemporáneo como Otro. 

Si esto es así, la lección última que podemos extraer es que hoy no se trata de inventar un nuevo significante amo -Lacan ya se lo espetó a los estudiantes del mayo del 68-, tampoco con soñar con una redención total o fundar una nueva religión secular. Quizá el gesto revolucionario último para nuestro tiempo sea, más bien, plantar un “no” al imperativo de goce, negarse al pago de una deuda inexistente y dejar atrás una culpa que completa, y hace funcionar, el Otro capitalista.

ENM (2025)

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